Desde pequeños, algunos niños aprenden a ser “los fuertes” de la familia. No porque lo eligieran, sino porque no tuvieron otra opción. Tal vez creciste en un hogar donde tus emociones no tenían espacio, donde había que hacerse cargo de los demás o donde mostrar vulnerabilidad era un lujo que no podías permitirte. Esa fortaleza temprana, aunque admirada por muchos, deja marcas invisibles que pesan en la adultez.
Cuando ser fuerte es un mecanismo de defensa
Ser el hijo fuerte suele implicar asumir responsabilidades antes de tiempo, cuidar emocionalmente a los adultos o reprimir el llanto para no “molestar”. Con el tiempo, esta actitud se internaliza como una identidad: la del que no necesita ayuda, el que lo puede todo, el que siempre está bien. Pero esa fuerza no siempre viene de la madurez; muchas veces nace del miedo, del abandono emocional o del deseo desesperado de sostener a una familia en crisis.
Esa herida se nota cuando te cuesta pedir ayuda, cuando cargas con todo y te cuesta confiar, cuando sientes culpa por descansar o por no ser productivo. También cuando nadie nota tu dolor, porque tú mismo has aprendido a esconderlo tan bien que ya nadie lo busca.
Permitir que tu yo herido también tenga voz
Sanar esta herida no significa dejar de ser fuerte, sino permitirte ser completo. Y eso incluye sentir, llorar, no saber qué hacer, equivocarte, pedir ayuda. Pregúntate: ¿Quién me enseñó que tenía que ser fuerte todo el tiempo? ¿Qué pasaría si hoy no lo soy?
Dale espacio al niño que fuiste y que no tuvo quién lo sostuviera. Ese niño necesita ser escuchado ahora, con compasión y sin exigencias. Puedes empezar por escribirle una carta, hablar con alguien de confianza o permitirte fallar sin juzgarte.
Si fuiste el hijo fuerte y hoy te cuesta soltar ese papel, no tienes que hacerlo solo. Agenda una hora con nosotros y caminemos contigo hacia un tipo de fuerza más humana: la que se permite sentir.
Equipo Psiquiatras Online